La democracia se convirtió en el último medio siglo en la forma de organización dominante en los sistemas políticos de diversas regiones del mundo. En un estudio reciente de IDEA International, se sostiene que mientras en 2008 había 90 democracias, en 2018 esa cifra se había incrementado a 97, que equivale al 62% de los países. Siguiendo esos datos, el 57% de la población mundial vive hoy en una democracia mientras que en 1975 sólo lo hacía el 36%. La gráfica da cuenta de ese crecimiento y de cómo ésta es la etapa de mayor proliferación de la democracia, en su dimensión procedimental, en la historia moderna.
Gráfica 1. Fuente: elaboración propia con información de la categorización dicotómica de Boix, Miller y Rosato (2018) y el Índice de Democracia Electoral de la versión 10 de Proyecto Varieties of Democracy (V-Dem 10) (Coppedge et al. 2020). El cuadrante 1 muestra el porcentaje de países con regímenes democráticos de acuerdo con la primera fuente y el cuadrante 2 la media anual a nivel mundial del Índice de Democracia Electoral.
Esto, que parece sencillo y obvio para muchos, no lo es. La lucha histórica por la democracia ha dado sus frutos. Aún así, a pesar del acuerdo sobre su expansión, la evaluación de aquella no genera los mismos consensos. Un sector de la academia especializada y la opinión pública es pesimista y ha llamado la atención sobre los problemas y los retrocesos que enfrentan los sistemas democráticos en la actualidad (Bermeo 2016; Diamond 2020; Ginsburg y Huq 2018). Otro, en cambio, aunque reconoce que existen problemas, destaca aspectos positivos incluso en los sistemas que se han democratizado recientemente como la ampliación de derechos individuales políticos y civiles, la celebración de elecciones cada vez mejor organizadas, autoridades electorales autónomas y cada vez más profesionales, la ampliación de los controles sobre quienes ejercen el poder, la reducción de la brecha de género en la representación, la inclusión de grupos históricamente subrepresentados (Levitsky y Way 2015; Przeworski 2019a; Schmitter, 2015) y la aceptación casi generalizada de la ciudadanía y las élites de la idea de que, aunque la democracia no es perfecta, es “el único juego posible en la ciudad” (Przeworski, 2019a; Linz, 1987).
Somos conscientes de que quienes identifican problemas en el funcionamiento de la democracia están preocupados -y con razón- por las limitaciones a los derechos individuales, la impunidad y la corrupción, las debilidades estatales y el ejercicio autoritario del poder. Es cierto que en diversos países del mundo el funcionamiento de la democracia se ha vuelto cada vez más tenso por la presencia de líderes personalistas que acceden al poder a través de las elecciones, pero que lo ejercen de manera autocrática, ignorando límites constitucionales y polarizando con sus discursos las diferencias entre seguidores y opositores. Esas pulsiones autoritarias, sumadas a los altos niveles de desigualdad y pobreza -agravadas por la presente crisis- y el cada vez mayor descontento de la ciudadanía con los resultados de la democracia, están poniendo a prueba a las mismas democracias.
No queremos rechazar lo obvio ni ser ingenuos o inocentes. Pero tampoco podemos negar los rasgos positivos que han alcanzado esas mismas democracias en las últimas décadas. Los datos son igualmente evidentes cuando se observa la rutinización de las elecciones, el aprendizaje de la ciudadanía a votar de las rutinas electorales y la posibilidad de que la gente pueda utilizar el voto para quitar a gobernantes que ya no les representan. Dicho de otro modo, la democracia procedimental -aquella que siguiendo a Przeworski (2019b) supone la combinación de certeza en las reglas de juego e incertidumbre en los resultados- continúa siendo una opción real en muchas partes del mundo. Eso no quiere decir que las democracias estén libres de enfrentar desafíos importantes pero también implica que son capaces de continuar haciendo lo que ya saben hacer: elecciones competitivas, justas y (más o menos) plurales de manera ininterrumpida, facilitando la alternancia entre diversas opciones competitivas y garantizando cada vez más el acceso igualitario, de hombres y mujeres, a los cargos de representación política.
Un aspecto positivo que es evidente en cuanto a la salud de las democracias tiene que ver con el incremento de la representación legislativa de las mujeres. Si bien este es solo un dato, la ausencia de mujeres en el poder cuestiona la existencia misma de la democracia. Entre 1919 y 2019, la media anual del porcentaje de legisladoras de las Cámaras Bajas se incrementó en el mundo de 0.18 a 23.3%. De hecho, como se aprecia en la siguiente gráfica, la etapa en el que este crecimiento ha sido más intenso y constante corresponde a las últimas tres décadas. En los países de América Latina el cambio en la representación descriptiva fue aún más veloz pues se incrementó 30 puntos porcentuales desde 1991, cuando se comenzaron a adoptar medidas de acción afirmativa y/o el principio de la paridad de género, tal y como fue reportado recientemente por CEPAL. Este incremento constituye un avance significativo, que tiene el potencial de marcar un cambio profundo -y favorable- en las relaciones sociales, la manera de hacer política y la construcción de democracias paritarias (Bareiro y Soto 2015). Una mayor inclusión de los grupos históricamente excluidos de la representación y participación política -mujeres, indígenas, afros, personas de la diversidad sexual- que se está dando en los países de la región es clave para la profundización de la democracia.
Gráfica 2. Fuente: elaboración propia con información del Proyecto Varieties of Democracy (V-Dem 10) (Coppedge et al. 2020).
Esto, que parece sencillo y obvio para muchos, no lo es. La lucha histórica por la democracia ha dado sus frutos. Aún así, a pesar del acuerdo sobre su expansión, la evaluación de aquella no genera los mismos consensos. Un sector de la academia especializada y la opinión pública es pesimista y ha llamado la atención sobre los problemas y los retrocesos que enfrentan los sistemas democráticos en la actualidad (Bermeo 2016; Diamond 2020; Ginsburg y Huq 2018). Otro, en cambio, aunque reconoce que existen problemas, destaca aspectos positivos incluso en los sistemas que se han democratizado recientemente como la ampliación de derechos individuales políticos y civiles, la celebración de elecciones cada vez mejor organizadas, autoridades electorales autónomas y cada vez más profesionales, la ampliación de los controles sobre quienes ejercen el poder, la reducción de la brecha de género en la representación, la inclusión de grupos históricamente subrepresentados (Levitsky y Way 2015; Przeworski 2019a; Schmitter, 2015) y la aceptación casi generalizada de la ciudadanía y las élites de la idea de que, aunque la democracia no es perfecta, es “el único juego posible en la ciudad” (Przeworski, 2019a; Linz, 1987).
Somos conscientes de que quienes identifican problemas en el funcionamiento de la democracia están preocupados -y con razón- por las limitaciones a los derechos individuales, la impunidad y la corrupción, las debilidades estatales y el ejercicio autoritario del poder. Es cierto que en diversos países del mundo el funcionamiento de la democracia se ha vuelto cada vez más tenso por la presencia de líderes personalistas que acceden al poder a través de las elecciones, pero que lo ejercen de manera autocrática, ignorando límites constitucionales y polarizando con sus discursos las diferencias entre seguidores y opositores. Esas pulsiones autoritarias, sumadas a los altos niveles de desigualdad y pobreza -agravadas por la presente crisis- y el cada vez mayor descontento de la ciudadanía con los resultados de la democracia, están poniendo a prueba a las mismas democracias.
No queremos rechazar lo obvio ni ser ingenuos o inocentes. Pero tampoco podemos negar los rasgos positivos que han alcanzado esas mismas democracias en las últimas décadas. Los datos son igualmente evidentes cuando se observa la rutinización de las elecciones, el aprendizaje de la ciudadanía a votar de las rutinas electorales y la posibilidad de que la gente pueda utilizar el voto para quitar a gobernantes que ya no les representan. Dicho de otro modo, la democracia procedimental -aquella que siguiendo a Przeworski (2019b) supone la combinación de certeza en las reglas de juego e incertidumbre en los resultados- continúa siendo una opción real en muchas partes del mundo. Eso no quiere decir que las democracias estén libres de enfrentar desafíos importantes pero también implica que son capaces de continuar haciendo lo que ya saben hacer: elecciones competitivas, justas y (más o menos) plurales de manera ininterrumpida, facilitando la alternancia entre diversas opciones competitivas y garantizando cada vez más el acceso igualitario, de hombres y mujeres, a los cargos de representación política.
Un aspecto positivo que es evidente en cuanto a la salud de las democracias tiene que ver con el incremento de la representación legislativa de las mujeres. Si bien este es solo un dato, la ausencia de mujeres en el poder cuestiona la existencia misma de la democracia. Entre 1919 y 2019, la media anual del porcentaje de legisladoras de las Cámaras Bajas se incrementó en el mundo de 0.18 a 23.3%. De hecho, como se aprecia en la siguiente gráfica, la etapa en el que este crecimiento ha sido más intenso y constante corresponde a las últimas tres décadas. En los países de América Latina el cambio en la representación descriptiva fue aún más veloz pues se incrementó 30 puntos porcentuales desde 1991, cuando se comenzaron a adoptar medidas de acción afirmativa y/o el principio de la paridad de género, tal y como fue reportado recientemente por CEPAL. Este incremento constituye un avance significativo, que tiene el potencial de marcar un cambio profundo -y favorable- en las relaciones sociales, la manera de hacer política y la construcción de democracias paritarias (Bareiro y Soto 2015). Una mayor inclusión de los grupos históricamente excluidos de la representación y participación política -mujeres, indígenas, afros, personas de la diversidad sexual- que se está dando en los países de la región es clave para la profundización de la democracia.
Gráfica 2. Fuente: elaboración propia con información del Proyecto Varieties of Democracy (V-Dem 10) (Coppedge et al. 2020).
¿Por qué frente a una misma realidad hay opiniones tan diferentes? Nuestra respuesta, discutida más ampliamente en Freidenberg y Saavedra (2020), es que la evaluación de la democracia depende del concepto que se emplee para observarla, pues ello incide de manera directa en el diseño e instrumentación de la estrategia de investigación y de verificación empírica que se emplee y da pistas respecto a la dimensión que el autor/a prioriza en su análisis. Aunque a primera vista podría parecer una cuestión obvia, en realidad no lo es, si se considera la falta de atención que muchas veces se presta al vínculo entre lo conceptual y lo empírico (Przeworski 2019a; Bunce 2000) Sabemos que esa respuesta no va a gustar a muchos y entendemos la relevancia teórica y práctica de emplear mediciones diferentes. De esta manera, los problemas que enfrenta la democracia se hacen evidentes cuando se pasa de una definición de democracia electoral a otra más amplia, donde se incluyen atributos que tienen que ver no sólo con el acceso al poder sino con el ejercicio de la ciudadanía (dimensión de derechos), con el ejercicio del poder (dimensión de prácticas) y, en particular, con las evaluaciones que las personas realizan del sistema político (dimensión actitudinal).
No es para menos. Que la ciudadanía no esté conforme con la democracia hace peligrar su persistencia. ¿Cómo va a sobrevivir un sistema político si su gente no cree en ella o si sus resultados no impactan en el bienestar de la comunidad? La insatisfacción con la democracia ha crecido de manera sostenida en las últimas décadas y, según los resultados de un reporte reciente de Centro para el Futuro de la Democracia de la Universidad de Cambridge, llegó a su pico a nivel mundial en 2019. Este proceso ha sido especialmente grave en América Latina donde el deterioro de los últimos diez años alcanzó niveles críticos, según los datos del Latinobarómetro del 2018.
La ciudadanía apoya cada vez menos a la democracia, se manifiesta cada vez más insatisfecha con el régimen político e incluso, en 2018, manifestaba su mayor caída respecto a los periodos anteriores. Los niveles de confianza hacia las instituciones (Gobierno, Congreso, Poder Judicial) y los actores políticos (partidos y Fuerzas Armadas) ha ido en descenso desde la década de 1990 (Zovatto 2018). Precisamente, el hecho de que la ciudadanía se encuentre inconforme con la democracia y desconfíe de su clase política -sumado a los magros resultados respecto al bienestar y la seguridad- ha llevado a recientes movilizaciones en algunos países y a que mucha personas votaran por líderes que prometen transformaciones radicales para mejorar el bienestar y que en muchos casos exacerban la confrontación con aquellos a quienes la ciudadanía responsabiliza (al menos simbólicamente) por la falta de resultados de la democracia en materia económica o social.
Aún así, los retos continúan. Todavía queda mucho por hacer para vivir en democracias plenas, en particular, con relación a la vigencia del Estado de derecho y el desarrollo de capacidades estatales, a partir de poder cumplir con las funciones básicas que se espera que haga el Estado; con la posibilidad de canalizar el descontento social y de que las elecciones sean capaces de procesar dicha conflictividad; con la exigencia de generar bienestar para la ciudadanía y de garantizar de manera pacífica el respeto a las diferencias y erradicar las desigualdades de cada sociedad. La pregunta que nos aqueja a todes es en qué medida estas condiciones democráticas resistirán a los embates de la pandemia del COVID-19.
La mejor respuesta a esta cuestión provendrá de la capacidad de las élites políticas para hacer frente a las causas del descontento y la desafección de la ciudadanía. Los riesgos para las democracias, sobre todo para las más débiles, se incrementarán respecto a las posibilidades que tengan los gobiernos de innovar, ser resilientes y empáticos para hacer frente a los retos sociales, económicos y políticos que esta crisis está generando. En los próximos años, las democracias actuales deberán demostrar su capacidad de resistencia para seguir siendo la mejor opción para la ciudadanía. Las democracias tienen -efectivamente- muchos retos de cara a facilitar la convivencia y la resolución pacífica de los conflictos sociales, pero por el momento no son enfermos terminales que requieran de respiración artificial sino que, en muchos lugares, gozan (aún) de buena salud.
Citación académica sugerida: Freidenberg, Flavia; Saavedra Herrera, Camilo: La capacidad de resistencia de las democracias, 2021/05/31. Disponible en: https://dutapp.com/la-capacidad-de-resistencia-de-las-democracias/
Investigadora Titular del Instituto de Investigaciones Jurídicas, de la Universidad Nacional Autónoma de México y Profesora del Posgrado de la misma Universidad. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores del CONACYT Coordinadora General del “Observatorio de Reformas Políticas de América Latina”, de la Organización de los Estados Americanos y del II-UNAM y del #LaboratorioMujeresPolíticas” del IIJ-UNAM. Investigadora Principal del Proyecto PAPIIT “Reformas Electorales y Democracia en América Latina” (2020-2021) y fundadora, junto a un grupo de colegas, de la Red de Politólogas – #NoSinMujeres.
Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y docente de la misma Universidad. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel I). Investigador del “Observatorio de Reformas Políticas en América Latina” y del Proyecto PAPIIT-UNAM “Reformas Electorales y Democracia en América Latina” (2020-2021). Especialista en investigación sobre cambio e interpretación constitucional, instituciones y procesos judiciales y democracia y elecciones.
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