Desde la celebración de las elecciones presidenciales del 9 de agosto, la ciudadanía bielorrusa se ha lanzado de manera masiva e incansable a las calles para protestar contra el régimen de autoritarismo electoral de Lukashenko. Su liderazgo se ha mantenido inalterable desde las elecciones de 1994.
Desde la desaparición de la Unión Soviética, se ha establecido en el país un régimen heredero del periodo soviético que se ha mantenido sin cambios sustantivos a lo largo de los 26 años que han transcurrido.
A diferencia de otros países post-soviéticos, Bielorrusia, o Belarús, no puso en marcha lo que se dio en llamar como la triple transición política, económica e institucional/nacional. El hoy presidente Lukashenko ya pertenecía a la inteligentsia soviética cuando accedió al poder y así ha continuado instaurando un régimen que no contempla en absoluto el pluralismo político. El país tampoco se enfrentó en los años 90 a las terapias de choque y el cambio desde una economía centralizada a una de mercado, como sí sucedió en otros países de su entorno, con graves consecuencias socioeconómicas para sus ciudadanos. Las épocas de la inflación de tres números que se vivieron en Bulgaria, Rumania, Eslovaquia o los países bálticos no pasaron nunca en Bielorrusia. En fin, tampoco existen clivajes significativos en torno a la identidad nacional, al contrario que en territorios vecinos como Ucrania, donde el proceso de construcción nacional-estatal ha estado muy influido por el eje etno-nacional.
La ausencia de estos cambios ya marca una singular diferencia con Bielorrusia. Y esta se ha sostenido gracias al inteligente intercambio que Lukashenko ha ofrecido a sus conciudadanos. Estabilidad y bienestar económico con apenas desigualdad y pleno empleo, a cambio de la implantación de un régimen electoral autoritario que ha gobernado con mano de hierro el país.
Pero, además, otro factor que no puede ser obviado es el papel adoptado por Rusia como estado protector. El pueblo ruso y el bielorruso se consideran mutuamente pueblos hermanos, pero, además, el primero ha vinculado el bienestar del segundo gracias a la dependencia económica. La ausencia de un cambio en el modelo productivo bielorruso, de economía centralizada y altamente estatalizada con un peso ingente del sector industrial heredado del periodo estalinista, no hubiera sido sostenible, en ningún caso, sin su exportación al mercado ruso. A ello hay que añadir la recepción de subsidios a la importación de hidrocarburos, gas y petróleo, favorecidos desde el Kremlin, y con el que el Estado bielorruso obtenía pingües beneficios transformando y exportando a países terceros. Pero, además, Lukashenko ha sido lo suficientemente inteligente como para permitir e impulsar el crecimiento del sector tecnológico del país, convirtiéndolo en una de las grandes potencias en TICs del mundo y en un hub tecnológico situado entre Rusia y Occidente.
Durante todos sus años de mandato nunca hubo una huelga general, las movilizaciones han sido escasas y de poca trascendencia, y sus oponentes políticos no han conseguido sumar fuerzas para intentar desbancarle políticamente. A ello habría que sumar el total control que tiene Lukashenko del ejército y las fuerzas de orden público, que permanecen, en su mayoría, fieles al líder, al igual que los matones Titushki, paramilitares utilizados para amedrentar a la gente. Estos elementos han hecho que, hasta el momento, el régimen de Lukashenko se haya mantenido en pie.
Las condiciones que han mantenido al dictador en su puesto sin ningún tipo de oposición han continuado hasta fechas muy recientes. Las causas principales de los cambios en el contexto político y social bielorruso tienen mucho que ver con la economía en el medio plazo y con la gestión de la pandemia en el corto. La economía bielorrusa se ha mantenido en buen estado hasta la crisis económica de 2008. El impacto se hizo notar unos años más tarde en Bielorrusia, que atravesó un bache económico y que Lukashenko quiso salvar a base de populismo fiscal. Esta fue una de las causas que le hicieron, entonces, incrementar su dependencia de Moscú, puesto que tuvo que pedir aún más ayuda económica a su valedor tradicional.
Pasada la crisis, sin embargo, Lukashenko decidió actuar por su cuenta, y comenzó a acercarse a China, EEUU o la UE en busca de un mayor reconocimiento. Las crisis acontecidas en Georgia y Ucrania, que se habían saldado con la pérdida de Osetia por parte del primero, y la anexión de Crimea, en el segundo, tuvieron mucho que ver con este cambio de actitud. Así, a la UE se la intentó ganar al excarcelar a un grupo de presos políticos y gracias a su colaboración en la firma de los Acuerdos de Minsk, de este modo vio cómo las sanciones impuestas por Bruselas disminuían y daban oxígeno a su economía. Y con China y EEUU incrementó sus relaciones comerciales. Estos gestos no fueron del agrado de Moscú, que comenzó a desconfiar de su protegido bielorruso y a cortar los subsidios que le habían mantenido firme en su puesto. Detrás de este alejamiento subyace, además de una creciente desconfianza entre ambas partes, la presión ejercida por Putin desde principios del año 2020 para acelerar el proceso de integración de ambos países acordado entre Lukashenko y Yeltsin allá por 1999, algo a lo que Bielorrusia se resiste. Las consecuencias han impactado de manera acelerada en el tejido económico del país, que ha dejado de recibir ingresos por la reventa de hidrocarburos y sus industrias han perdido capacidad de exportación.
Si las relaciones con su vecino ruso se han deteriorado, la política doméstica también ha sufrido transformaciones que explican que la sociedad bielorrusa se rebele contra Lukashenko. En una sociedad pretendidamente protosoviética se comenzaron a aplicar políticas neosoviéticas tales como la promulgación de la Ley de parasitismo de 2015, que incluye el castigo a todo aquel que pierda su trabajo. Esta ley explica las reacciones virulentas de parte de los obreros del tejido industrial, tradicionalmente base de apoyo del régimen, en algunas de las últimas apariciones de Lukashenko. En la Planta de Tractores de Minsk, cuando los obreros le abucheaban, él les amenazaba con despedirles. Las consecuencias legales de perder el trabajo ya estaban creadas y los trabajadores lo sabían.
Esto, junto con la capacidad de una oposición para unir fuerzas en torno a la petición de un proceso constituyente que ponga fin a décadas de autoritarismo, es parte de la fórmula que está haciendo tambalearse al régimen. Por primera vez, la movilización no gira en torno a la cuestión nacional, algo muy minoritariamente apoyado por la población. Las reivindicaciones piden un nuevo contrato social que permita reiniciar el sistema político y transformarlo en un régimen de derechos y libertades sin mayores implicaciones geopolíticas. Y esto, simplemente, es lo que se pide desde las calles de todas las ciudades de Bielorrusia.
Citación académica sugerida: Ferrero-Turrión, Ruth. Bielorrusia frente al espejo, Agenda Estado de Derecho, 2020/09/16. Disponible en: https://dutapp.com/bielorrusia-frente-al-espejo/
Es profesora de Ciencia Política y Estudios Europeos en la Universidad Complutense de Madrid e Investigadora Adscrita al Instituto Complutense de Estudios Internacionales. Más información.
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